No tendría yo ni tan siquiera 6 ó 7 años cuando a mi amado progenitor se le ocurrió la brillante idea de invitarme a la construcción de una radio que funcionaba… ¡sin pilas!, un proyecto que arrastró hasta entonces desde sus días en el servicio militar de principios de los 40 del siglo pasado, en plena postguerra, durante aquellos “años de la jambre”.
Mi padre era un manitas, más artista y artesano que ingeniero, como así lo demostró a lo largo de su vida dejándolo muy claro en su legado, y aunque no muy instruido en esto de los cables y la electricidad, deduzco que por la simplicidad de la obra y la satisfacción de la felicidad de su hijo entretenido y curiosón se vio animado a su acometida.
Recuerdo que sobre un vetusto y amarillento papel surgían líneas y curvas a lápiz que describían paralelas y espirales que intentaban arrojar claridad sobre tanto críptico misterio. Recuerdo también los despojos de una antigua antena de televisión (posiblemente del canal 4) y un montón de cables y otros tiestos. Y la piedra, allí estaba la ampolla de cristal que contenía la piedra que daría vida a todo aquello.
No sé cuánto tiempo se invirtió en su realización. Sólo sé que aquello fue muy entretenido y ameno y así se ha quedado grabado en mi catastrófica memoria, todo ello y ¡el fracaso de la operación!, ya que al final el experimento no resultó y no se oyeron ni las moscas de alrededor. Y no me extraña ahora, porque en los días de mi infancia la emisora de onda corta y/o media más cercana distaba por lo menos 60 ó 70 kilómetros de ‘nuestro laboratorio’.
Desde entonces no le tengo miedo al “fracaso” en este mundillo de experimentación pero todo aquello dejó en mí una huella que, aunque aún no lo he intentado, creo que no podré borrar por más que me empeñe.
Más tarde llegaron “los 27”, que muchos años después resultaron ser la Banda Ciudadana… Pero esa, esa es otra historia.